martes, 2 de marzo de 2010

Kamikaze

Será genética (a mi madre le encantan los días lluviosos), o será por la obligación de tener que quedarme encerrada estudiando, pero cuando hay lluvia cayendo soy de las que se emboba y abre la ventana para escucharla y aspirar ese olor a tierra mojada. Me parece, sencillamente, mágica. Hoy, de hecho, al mirar hacia el foco de la pista de atletismo, parecía purpurina. Me inspira, me alegra, me relaja, me adormece.


Y a veces me parece kamikaze. Hoy no es el caso, pero a veces ocurría que...


...El agua no paraba de caer.
Llovía como nunca lo había hecho, el cielo no temía esta vez hacer públicas sus penas. Llovía como si fuese lo normal en el lugar, como si no quedase más remedio. Con violencia, rematando a las hojas que aún agonizaban sobre las aceras. Belicosa, en guerra con una nieve que quería quitarle protagonismo; acabó con ella: triste final verse arrastrada tras suplicarle en el tejado. Ansiosa, como cuando se derriban los muros y se funden, por fin, los cuerpos. Bruja, hace del adoquín su particular caldero mágico en ebullición. Kamikaze, se lanza al vacío sin más certezas que darse de bruces contra un suelo sucio. Pervertida: viola cada molécula de oxígeno, cada partícula de un aire demasiado cargado de mentiras a medio inventar y verdades contadas a medias.
Mentira.
Todo mentira. Como la nieve de porexpán que el escaparatista coloca de forma milimétrica tras el vidrio empañado de algún triste escaparate.
Todo mentira excepto las mejillas sonrosadas, exhibiendo una pizca de vida. Y es que no sé si sería por llevarle la contraria a los alarmistas, pero el viento gélido cortaba hasta las ideas, congelaba la espuma de un mar cansado de ser testigo de sus tristezas. Se colaba travieso entre los cristales rotos de las farolas, aullando invencible.
Los inviernos eran más inviernos que nunca, más que ningún invierno en sus veinte años.